sábado, 16 de mayo de 2009

MI CASA NATAL



Las casonas familiares nuncan se desprenden de sus fantasmas. Estoy segura que ahora mismo, mientras escribo sumergida en los recuerdos de mis días de infancia y adolescencia, los espíritus amables de mi seres queridos que ya cruzaron las orillas de sus vidas, espían sobre mis hombros lo que va plasmando el teclado.
Yo nací y viví la mayor parte de mi vida en la casa edificada en el año 1929 por mi abuela paterna según los planos de su casa allá en Italia, en Milán. Me contaba que un día, paseando por Fisherton, que en ese entonces era un pueblo aledaño a Rosario, se enamoró de la zona y compró los terrenos sobre calle Donado "al lado de las vías", vías que me siguen sirviendo de referencia para quienes deben llegar a visitarme por primera vez, traqueteo de trenes que acunaron mis sueños de bebé y que por muchos años me llevaron al centro de la ciudad y trajeron hasta la puerta de mi casa, porque junto a ella existía una parada para pasajeros, sólo un recuerdo hoy en que transacciones del gobierno de turno hicieron desaparecer prácticamente los ferrocarriles en mi país.
Amo esta casa inmensa, con sus cálidas habitaciones, sus pisos de pinotea y las puertas y ventanas de vidrios divididos que se oscurecían con postigos por dentro y con celosías de metal, eternamente pintadas de verde por fuera. Me atenaza el corazón pensar en este mismo instante en el frío de sus paredes desnudas; por eso cierro los ojos para que regresen las imágenes de los muebles antiguos, los cuadros y los adornos que eran el orgullo de mi madre, mientras mis fosas nasales se expanden con el olorcito a las comidas que nos preparaba con tanta dedicación. Sin embargo, sus cosas no se perdieron porque, faltando mamá y Victorio, cuando hubo necesidad de levantar la casa, mis hijos incorporaron a sus hogares casi todos los muebles y recuerdos de los abuelos y ellos siguen vivendo las historias familiares acariciados por las manos de mis nietos. Y aún sigo haciendo con ellos los mismos deberes que hacía de niña en la misma mesa que estaba en la casa, la misma mesa en que mi padre también había hecho sus deberes, y que ya cuenta una longevidad superior a un siglo desde que fuera concebida por la mano de ignoto carpintero .
Trepando los árboles del parque aprendí a sentirme cerca del cielo y en las ramas de las añosas casuarinas que me despiertan las mañana de viento con su rumor siseante de agujas, me pasaba las horas leyendo las historias que nutren mi imaginación de fantasías y que me fueron conectando con los grandes autores universales.
Hoy ya no vivo en la casa grande; continúo mi existencia en la parte que eran las habitaciones de servicio y el garage y que arreglamos como vivienda independiente cuando me casé y se anunció mi primer hijo. Pero sigo desandando en ella los pasos de mis fantasmas familiares, los mismos que cada mañana, cuando sale el sol y yo me voy a la vida diaria de mis ocupaciones, me saludan con un guiño y se van a descansar hasta la noche en que, en el silencio de las habitaciones vacías de la casa grande, siguen inmutables sus existencias eternas.
Haydée Norma Podestá

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