Atardece en la ciudad recostada hacia el este. Las primeras luces se van encendiendo como pidiéndose permiso una a la otra. Pronto, un parpadeo de guiños luminosos puebla la lejanía hacia el oeste, como chispas rebeldes de ese sol que va muriendo su agonía cotidiana para desconocernos tras el horizonte…Ya no regalará su luz brillante, y cada día más caldeada de primavera, hasta la mañana…El transcurrir de las horas acompañará a las sombras nocturnas y los habitantes del paisaje urbano irán cambiando lentamente para ir desapareciendo las familias y los amigos en la búsqueda de sus sitios de reposo, dejando paso a las bandas de adolescentes noctámbulos que van poblando las esquinas, con la botella de cerveza en la mano y el orín pronto contra las paredes.
Camino las calles de empedrado grueso que conforman el paseo recuperado sobre la costa del Paraná, en los terrenos que pertenecieron a un ferrocarril que ya es historia irrecuperable, porque se desmembraron las instalaciones portuarias de esta Rosario que en algún momento fue considerada importante puerto, granero del mundo. Tanto ha cambiado la fisonomía de la zona que ya casi no reconozco
la Estación Rosario Central, cabecera de los trenes que iban hacia los pueblos y ciudades de mi provincia . Ahora funciona en ella
La Isla de los Inventos, una de las zonas dedicadas a los niños y niñas, que componen el Tríptico de
la Infancia. Durante muchos días de mi niñez y de mi adolescencia pasé por esta estación cuando llegaba o me iba del centro de la ciudad hacia Fisherton en los trenes que me depositaban en la parada Kilómetro Nueve, a cuya vera está mi casa natal. El trepidar de sus ruedas en las vías es parte de la música que acompasó mi niñez y que debe haberme servido más de una vez de repetida canción de cuna para lograr mi sueño. Tanto tengo ese sonido incorporado a mis células que ya ni lo siento cuando pasa algún tren carguero protestando su canción de hierro y se incorpora armónicamente a los restantes ruidos de la casa.
Los adoquines están húmedos de lluvia y roban para lucirse los colores de las luces encendidas. Etérea belleza que, con la complicidad del agua, los transforma por unas horas de absurdas Cenicientas en mágicas princesas que indefectiblemente desaparecerán a la medianoche…en este caso determinada por la evaporación de la llovizna. Desando los metros que nos faltan hacia el restorán que nos llama refugiado en sus paredes de vidrio, desde las barrancas del río, con pasos cansados; hoy he andado todo el día corriendo de una actividad hacia otra completamente distinta y mi cuerpo me reclama un asiento …¡¡¡mi reino por una silla!!, pienso parafraseando al rey inglés.
Un poco más adelante, mi hija Adriana, con Raquel y Lili van charlando y riendo despreocupadamente, cuando la intervención de un cuidacoches bastante fumado, que les extiende un trapo en el piso para que no se mojen los pies en los charcos, con una reverencia mímicamente principesca, las detiene por la sorpresa y me permite alcanzarlas.¡Qué fácil resulta regalar un gracias y una sonrisa al grotesco improvisador de galantería en esta noche empapada de neblina convertida por efecto de no sé qué mágico conjuro en castillo de hadas por unos instantes!
Llegamos a Flora y elegimos una mesa contra el río. La pared de vidrio finge ser inexistente y me siento inmersa en el paisaje de la costa, como si yo misma integrase ese contraste de césped y flores de los jardines con el pastizal y los árboles de la orilla.
Una cabellera de sauces y álamos oculta la línea irregular donde el agua desdibuja la tierra y detrás de la oscuridad de sus sombras me permite adivinar el cauce del río que se desliza lentamente hacia su sueño de ser mar.
Mientras esperamos que nos sirvan la cena, mi mente se fuga de la realidad circundante y se sumerge en la felicidad de los recuerdos en tanto desaparece el piso de cerámicos para enraizar mis pies en la tierra que me sostiene conectando la savia de mis venas con esas otras venas cuya sangre recorre otro cuerpo en otro lugar y en otro tiempo… ¡No poder visualizar la simultaneidad de las acciones!
Las luces lejanas del puente a Victoria sostienen mi mirada perdida en las evocaciones, como fulgores remotos, que poco a poco van concretándose sobre un cielo casi inexistente, porque un buque de gran calado interrumpe con su silueta el desleído paisaje de fondo devolviéndome a la conciencia del momento presente. Viene flotando como suspendido en el aire, con sus luces reflejadas sobre las ondas calmas, en medio de la mortuoria oscuridad nocturna, rodeado de tanto silencio afuera que pareciera un fantasma de expediciones perdidas en los tiempos deslizándose sobre el agua neblinosa. El brillo y el bullicio de adentro me despiertan del todo al mundo real que me rodea y me detengo a penetrar los contrastes que me ofrece este entorno que me contiene.
Más tarde, Adriana me deja en casa para traspasar, fantasma viva, la soledad de mis paredes.
Por suerte ya amanece…
Haydée Norma Podestá
Rosario, 17 de setiembre de 2011
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