En nuestro jardín estaba uno al que llamábamos "la canilla del frente".
Quiero imaginarme hoy cómo era ese lugar, pero los recuerdos se me mezclan con la vista del cantero de las sombrillas de la Virgen que actualmente lo ocupan.
Sin embargo, surge como una visión verde y espinosa, la araucaria cercana, con sus ramas hasta el suelo que formaban una especie de refugio donde nos escondíamos a jugar las horas más calurosas de los interminables veranos; las yemas de mis dedos me avivan la memoria con la sensación de su tronco áspero y rugoso mientras allá arriba se balanceaban las enormes piñas verdes que encontrábamos en el suelo después de las tormentas.Vuelvo a escuchar a las pirinchas parlanchinas que hacían nido en su copa mientras intento olvidar a los murciélagos que también la usaban como albergue y que, en las noches estivales, me hacían tener miedo de salir al patio ensombrecido.
Puedo volver a ver las matas de tuyas recortadas como arbustos que estaban en las esquinas de los caminos de pedregullo rojo, que bordeaban grandes espacios con canteros de flores y con césped.
Resurgen los pinos y los cedros, plantados sobre el largo límite del terreno, que da sobre las vías, recostados sobre el cerco de ligustros, altísimo para mi pequeña estatura de niña .
Llega a mí el perfume de las manchas rosas de un enorme laurel de flor, ya desaparecido y al cual extraño hasta ahora.
Todo esto formaba el entorno de la canilla mencionada; canilla puesta allí para facilitar el riego, enhiesta sobre un rígido caño que la elevaba unos cincuenta centímetros del suelo y que ejercía una atracción mágica para mi hermano y para mí porque allí escapábamos al control de nuestra madre, siempre atareada en sus labores o cosiendo en las habitaciones que daban al jardín del fondo de la casa grande.
Un día, tendría yo unos cinco años, estábamos por salir a nuestras habituales visitas a algún familiar o amiga de mamá, quien ya nos había cambiado, impecablemente vestidos de blanco, y , luego de recomendarnos de que no nos ensuciáramos, procedía a su propio arreglo.
Entonces la memoria me lleva a darle la mano a mi hermano y conducirlo hasta la canilla del frente. Me veo agachada junto a ella, abriéndola entre los dos, dejándole salir un potente chorro de agua cristalina que iba inundando sin piedad el espacio a su pie, mientras nosotros nos dedicábamos a hacer tortitas , felices e inocentes , disfrutando de ese maravilloso placer que es modelar el barro con las manos...hasta que sentimos la voz airada de mi mami, que no podía creer lo que sus ojos estaban viendo.
Por supuesto, al ser la hermana mayor, siempre me achacaban toda la responsabilidad de nuestras travesuras...y mientras nos comunicaban que se suspendía el paseo, yo recibí el único chirlo que me dio nuestra madre y experimenté el primero de sus enojos que yo puedo recordar.
Por suerte, la famosa canilla continúa imperturbable su vida en el mismo rincón del parque, y, cada tanto, una sonrisa mía revive nuestras siestas de escultores de barro, mientras ella me hace un cansado guiño de complicidad.
Haydée Norma Podestá
Fisherton, Rosario, 18 de febrero de 2012.
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Mi cuñada Susanita, mi hermano Pirucho, con quien fuimos compinches de muchas travesuras, y yo, en octubre de 2011. |