domingo, 16 de mayo de 2010

UNA FLOR EN EL FLORERO


El simple acto de cortar la flor y ponerla en el florerito de cristal, iluminó la habitación.
Esa habitación gris adonde la habían reducido la rutina de sus días grises.
¿Dónde se habían escondido sus ilusiones? ¿En qué recoveco se perdieron sus sueños? ¿Qué ignoto rincón de la existencia guardaba la memoria de los años felices?
Miró sus manos. La piel marcaba las arrugas de la vida. Recordó otra piel, suave, casi transparente, cálida. Casi sin darse cuenta se frotó suavemente los dedos, se acarició la cara con las manos rescatando otras caricias, dulces caricias en su rostro.
Recorrió con las yemas la bordada rugosidad de la carpeta que cubría la mesa del comedor. En algún lejano tiempo, sus deseos de felicidad eterna la habían ido bordando. En otro tiempo, cuando aún creía que la felicidad era eterna.
Después, ese mismo tiempo se encargó de demostrarle que la dicha es finita y que los “siempre” y los “nunca” no existen. Que la vida se nutre de los tal vez, posiblemente, puede ser…Que la vida es una devoradora insaciable de las risas compartidas, del caminar junto a los seres que amamos, de las conversaciones despreocupadas en la ronda del mate, de las palabras de amor.
Descruzó las piernas por debajo de la mesa y se paró. Ya no tenía la agilidad de antaño, cuando saltaba como un resorte a cada nueva idea que se le cruzaba repentinamente y que la obligaba a la acción hasta que la veía realizada. Ahora, le gustaba quedarse quieta, como adormecida; podía pasarse horas manteniendo idéntica postura, mientras los pensamientos revivían recuerdos de hechos sucedidos mucho antes, cuando gritaba a los cuatro vientos que la vida era maravillosa y que, a pesar de las espinas, siempre florecían rosas y que merecía ser vivida. Tiempos de cuando amaba la vida con todas las fuerzas de su empuje pasional.
Acomodó los almohadones en el sofá y le sonrió, como siempre, al hueco que delataba otra presencia, ese recuerdo hundido que marcara un peso ajeno al suyo. Reflexionó, como tantas veces en los postreros años, sobre las marcas que, indeleblemente y sin pensarlo, dejamos sobre las cosas.
La mayoría de los objetos personales nos sobreviven. Algunos tiene la suerte de continuar su vida útil en el gusto o la necesidad o el amor de otros dueños. Pero están los que se arrumban, se tiran, se venden para exhibir su soledad de amor en las vetustas casas de antigüedades, tumbas polvorientas de pasadas glorias, esperando que los rescaten del olvido que trae aparejado la muerte de sus dueños y les inyecten nueva vida para morir, otra vez, nuevas muertes.
¿Dónde irían a parar sus cosas cuando ella no estuviese? Sus libros, sus adornos, sus manteles bordados, sus cartas de amor, su ropa…
¿Dónde se resignarían sus sueños a desaparecer para siempre?
Una ráfaga de viento agitó levemente las cortinas. Pero bastó ese mínimo movimiento para distraerla de sus cavilaciones y traer su mente a la realidad presente.
Sí. Todo lo que la rodeaba se veía deslucido, como las cenizas de un fuego apagado tiempo antes. Su propio cuerpo se proyectaba en el espejo grande del ropero matrimonial, cansado y deslucido.
Un rayo de sol se filtró entre las caladuras de las cortinas, dibujando un arabesco de luz y sombra sobre las estáticas florcitas de colores de la carpeta. Casi sin notarlo, en su trayecto besó la flor que se erguía desafiante en ese florero que ocupaba el centro de la mesa. La flor se iluminó dando aún más vida a esa habitación gris de sus pasados días grises. Le sonrió, convirtiéndola en su cómplice.
Se puso un poco de rouge sobre los labios, se peinó con ganas el cabello, tomó la llave de la habitación de esa pensión adonde la habían llevado los sucesos de su vida – vida de madre viuda con hijos emigrados al extranjero, vida de horas marcadas por las lágrimas- y se marchó con el corazón inquieto como un pájaro nuevo a encontrarse con ese hombre, viudo y solitario, que la esperaba no muy lejos, en el banco de una plaza, al sol de un invierno que desaparecía en primaveras.



Haydée Norma Podestá


2 comentarios:

Albert Lázaro-Tinaut dijo...

¡Qué bella reflexión, Haydée! La edad nos lleva a plantearnos y replantearnos muchas cosas, a ser realistas aun no queriendo y a asumir el día a día como es. Hay dos frases tuyas ("¿Dónde irían a parar sus cosas cuando ella no estuviese? [...] ¿Dónde se resignarían sus sueños a desaparecer para siempre?" que me recuerdan el título de las memorias de un admirado escritor húngaro: "¿Dónde va a parar el tiempo que pasa?".
Un abrazo.

Haydée Norma Podestá dijo...

"¿Dónde va a parar el tiempo que pasa?"; muy buena pregunta...con una inquietante respuesta...Creo que al mismo lugar donde se pierden los sueños no realizados o las ilusiones perdidas...Muchas gracias por tus conceptos.Un abrazo. haydée