lunes, 7 de diciembre de 2009

EL CAMINANTE

El caminante sentía que sus fuerzas se agotaban, cuando la débil señal de una columna de humo, alentó sus esperanzas de hallar vida en aquel páramo, hasta ese momento desierto, para sus ansias de compañía.
A veces, la soledad es deseable como la amada imposible de locas quimeras. Pero muchas otras veces se desploma abrumadora sobre las criaturas, atando sus voluntades a la tierra. En esos momentos, los pies semejan raíces que se prenden a las entrañas ávidas de Gea, como anticipando el sueño que nos convierte en una eternidad polvácea.
Hasta ese volátil instante en que descubriera la pequeñísima línea de humo negro, sus pies se habían enredado en un andar trastabillante, reclamado con desesperación por el vientre planetario, casi impidiéndole avanzar. Después, fue distinto. Incluso el paisaje grávido por el espeso manto de nieve, pareció iluminarse. Quizás las sensaciones de un sendero lumínico estuvieran alentadas por la aparición del impávido rostro lunar entre las grietas de las nubes. Pero, cualquiera fuese la causa, la compañera argenta de la noche le marcaba un sendero de luz en la oscuridad que, por alguna razón inexplicable, nacía entre sus pies y se alejaba perdiéndose en dirección a la desdibujada columnita de humo. El resto de los elementos, a su alrededor, continuaba la realidad agreste y solitaria del entorno. Sólo esa estrecha senda fosforescente viboreaba hacia el calor que prometía alguna cabaña. Porque donde hay humo, hay fuego…un hogar, personas, voces, manos amigas, alimentos calientes…
Sus entrañas le desgarraron el hambre con sonoros gemidos, haciéndolo consciente. Hambre y cansancio. Muy pronto, ya no tendrían razón de ser.
Enderezó la espalda, alivianó el morral despojándolo de todo lo que consideró superfluo y encaminó su fatiga para alcanzar ese pequeño resquicio de vida que lo atraía hacia delante. ¡Qué importaban los dedos al borde del congelamiento! Allá los liberaría de trapos y zapatones para abrirlos, moverlos, acariciarlos al calor de la lumbre. La sensación de sus manos masajeando los pies desnudos fue tan vívida que éstos recobraron sensaciones del calor perdido en la extenuante caminata. Por un momento, hasta imaginó a una muchacha calentando sus pies con pequeños y furtivos besos.
Tan de prisa caminaba que su respiración comenzó a molestarle. El golpe del hambre le llenaba la boca con saliva espesa. Un hilillo de baba se perdía entre la barba, congelándose en cristales de luz sobre la misma. También el aire tibio que exhalaba su resuello se congelaba y los pulmones resistían con dolor el ímpetu de la marcha. Todo su cuerpo era un dolor que avanzaba ávidamente hacia la tenue columnita de humo, casi etérea en la soledad del paisaje. Agotamiento agonizante que tenía en aquella su norte de esperanza, calculó que apenas media hora de su vida lo separaban del calor vitalizante de la cabaña.
Avanzó, trepó, descendió, se deslizó; a veces tropezando, a veces con fuerzas nuevas. Cuando casi comprobó que tras la lomada estaba su salvación, sacando las fuerzas postreras, echó a correr hasta alcanzar la cima…¡y la vio!
Muy cerca estaba la ansiada columnita de humo casi apagándose sobre los despojos de la cabaña incendiada, reducida a una mancha mucho más negra que la oscuridad que regresaba para envolverlo en su manto de desesperanza.
Otra vez solo con el hambre, con el dolor, con el viento; con las voces del silencio estepario; con el presentido aullido de los lobos. Hasta la luna habíase escondido tras las nubes, robándole la ilusión de otro camino fosforescente sobre la frialdad inescrutable del paisaje nevado.

Haydée Norma Podestá
Rosario, 09/ 11/ 09

No hay comentarios: