MES DE ENERO
No sé cómo
llegué en ese primer mes del año a estar sentada en aquel interesante grupo de
personas. Sucede muchas veces que la memoria se llena de recuerdos aceptables
pero olvida, como a los dolores de parto, esos otros que visten un ropaje de menor brillo, semejantes
a las hembras de los pavos reales.
Sea como
fuere, lo cierto es que me llamaron la atención las manos, tímidas y recatadas,
al comienzo de las conversaciones. También
deben haberle llamado la atención al termo, que como estirada dama inglesa cubierta de azul le cuchicheó algo a la boina
roja de un curvilíneo envase acuífero mientras observaban cómo las manos
estiraban ahora sus dedos ansiosos y se apoderaban y desechaban sucesivamente un
mate, visión de una pelota de cuero bastante ajetreada.
Los dedos
finos y voluptuosos de las damas contrastaban con el grosor falanginoso de los
caballeros cual una nubecilla blanca sobre un sombrío cielo de tormenta. Y
mientras veía cómo los dedos crecían en ese concierto de humanos a los cuales
daban vida, se mezclaron mis recuerdos de todas las tormentas responsables de
oscurecer los cielos de mi niñez con las corridas de los pies tras las pelotas
de cuero de mi hermano y sus amigos.
¿Fue mi
imaginación o el pelotazo existió? No lo
pueden determinar bien mis recovecos
cerebrales, pero desperté de golpe como la madre que presiente que su bebé va a
llorar, para ver a los dedos apropiarse
del espacio, habiendo crecido desproporcionadamente destacándose de la palma
estática a la que pertenecían. Ahora esos dedos obligaban a las manos a tomar
distintas posturas en el aire o sobre la mesa, acróbatas de un circo invisible
a los ojos de los restantes contertulios.
Poco
después, si la visión no es como el beso de Judas en mi memoria, algunas lapiceras
reptaron, prolongando ese aglutinamiento de dedos, con la necesidad de que
ellos evacuaran sus sueños de tinta. Al mismo tiempo, otros dedos dirigían el
concierto silencioso de los pensamientos de los contertulios, que parecían no
darse cuenta de ese murmullo que me aturdía.
Por un
segundo reviví la imagen del aula enmudecida de mi infancia, donde los pensamientos morían antes de ser dichos y
donde unos clavos se apoderaban de las patas como rieles retorcidos de los
bancos para esclavizarlos en una inmovilidad eterna. Esa inmovilidad aparente
de las vías férreas de mi niñez, que me acunaban con su canción traqueteante,
devorada por las asombradas bocas de las persianas verdes de la casa natal.
Los dedos de
mis compañeros se desprendieron de sus manos, ahora eran lombrices invasoras
colándose también ellos por las ventanas hambrientas. La casa se ahogaba con tantos dedos escribiendo
al unísono y necesitaba devolver, como cuando uno se atiborra de comida y la
garganta abre su túnel para recibir amorosamente al anular y al índice,
responsables del vómito aliviador.
Dedos
audaces, no como los dedos de la muerte. Graves dedos en la muerte, abrazando y
palmeando el consuelo de los deudos, empuñando sus barbillas, refugiándose en
el hueco anónimo de los bolsillos o secando las lágrimas delatoras del dolor.
Dedos que miran impávidos los gestos de la muerte ignorando que algún día ellos
mismos serán esqueletos de falanges o cenizas esparcidas al viento.
Escudadas
detrás de los dedos escribientes, las
voces de sus humanos persistían como
canto de chicharras escondidas en
un cielo de verano. Repentinamente me depositaron en la
realidad monótona del aire acondicionado
en ese caluroso mes de enero, mientras
yo descubría un insólito collar de dedos rodeando mi garganta.
Haydée Norma
Podestá
Fisherton,
19/01/2018. – 30/01/2018 - 09/02/ 2018
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