viernes, 9 de febrero de 2018

MES DE ENERO

MES DE ENERO

No sé cómo llegué en ese primer mes del año a estar sentada en aquel interesante grupo de personas. Sucede muchas veces que la memoria se llena de recuerdos aceptables pero olvida, como a los dolores de parto, esos otros que  visten un ropaje de menor brillo, semejantes a las hembras de los pavos reales.
Sea como fuere, lo cierto es que me llamaron la atención las manos, tímidas y recatadas, al comienzo de las conversaciones. También  deben haberle llamado la atención al termo, que como  estirada dama inglesa  cubierta de azul le cuchicheó algo a la boina roja de un curvilíneo envase acuífero mientras observaban cómo las manos estiraban ahora sus dedos ansiosos y se apoderaban y desechaban sucesivamente un mate, visión de una pelota de cuero bastante ajetreada.
Los dedos finos y voluptuosos de las damas contrastaban con el grosor falanginoso de los caballeros cual una nubecilla blanca sobre un sombrío cielo de tormenta. Y mientras veía cómo los dedos crecían en ese concierto de humanos a los cuales daban vida, se mezclaron mis recuerdos de todas las tormentas responsables de oscurecer los cielos de mi niñez con las corridas de los pies tras las pelotas de cuero de mi hermano y sus amigos.
¿Fue mi imaginación o  el pelotazo existió? No lo pueden determinar bien mis  recovecos cerebrales, pero desperté de golpe como la madre que presiente que su bebé va a llorar, para ver a los dedos  apropiarse del espacio, habiendo crecido desproporcionadamente destacándose de la palma estática a la que pertenecían. Ahora esos dedos obligaban a las manos a tomar distintas posturas en el aire o sobre la mesa, acróbatas de un circo invisible a los ojos de los restantes contertulios.
Poco después, si la visión no es como el beso de Judas en mi memoria, algunas lapiceras reptaron, prolongando ese aglutinamiento de dedos, con la necesidad de que ellos evacuaran sus sueños de tinta. Al mismo tiempo, otros dedos dirigían el concierto silencioso de los pensamientos de los contertulios, que parecían no darse cuenta de ese murmullo que me aturdía.
Por un segundo reviví la imagen del aula enmudecida de mi infancia, donde  los pensamientos morían antes de ser dichos y donde unos clavos se apoderaban de las patas como rieles retorcidos de los bancos para esclavizarlos en una inmovilidad eterna. Esa inmovilidad aparente de las vías férreas de mi niñez, que me acunaban con su canción traqueteante, devorada por las asombradas bocas de las persianas verdes de la casa natal.
Los dedos de mis compañeros se desprendieron de sus manos, ahora eran lombrices invasoras colándose también ellos por las ventanas hambrientas. La  casa se ahogaba con tantos dedos escribiendo al unísono y necesitaba devolver, como cuando uno se atiborra de comida y la garganta abre su túnel para recibir amorosamente al anular y al índice, responsables del vómito aliviador.
Dedos audaces, no como los dedos de la muerte. Graves dedos en la muerte, abrazando y palmeando el consuelo de los deudos, empuñando sus barbillas, refugiándose en el hueco anónimo de los bolsillos o secando las lágrimas delatoras del dolor. Dedos que miran impávidos los gestos de la muerte ignorando que algún día ellos mismos serán esqueletos de falanges o cenizas esparcidas al viento.
Escudadas detrás  de los dedos escribientes, las voces de sus humanos persistían como  canto de  chicharras escondidas en un cielo de  verano.  Repentinamente me depositaron en la realidad  monótona del aire acondicionado en ese  caluroso mes de enero, mientras yo descubría un insólito collar de dedos rodeando mi garganta.

Haydée Norma Podestá
Fisherton, 19/01/2018. – 30/01/2018  -   09/02/ 2018
Derechos reservados




No hay comentarios: