sábado, 12 de marzo de 2011

EN LOS LÍMITES DEL RECUERDO



A la hora del naufragio
Y la de la oscuridad
Alguien te rescatará
Para ir cantando.

María Elena Walsh

El viejo iba arrastrando su cuerpo hacia el mar.
Se sentía demasiado cansado, demasiado vencido, tanto que ni siquiera el bastón de caña lustrada heredado de su bisabuelo representaba un verdadero sostén. Toda la amargura de su postrera elección de vida le pesaba sobre los hombros como mochila de hierro.
Movía los pies levantándolos apenas del camino empedrado de la parte vieja de la ciudad, con un gesto doloroso que pautaba su andar. Mientras caminaba, iba pensando “Ahora llego hasta ese portal…ahora debo alcanzar la sombra de la copa de aquel árbol…ahora cruzo esta esquina…ahora…ahora…ahora…” Y así, tramo a tramo, superaba pequeños hitos que lo llevaban en un esfuerzo de la voluntad hacia su objetivo.
El cielo plomizo se desplomaba sobre él como si pretendiera aplastarlo sobre la madre tierra. Esa Pachamama que ella reverenciaba porque decía que, a través de sus venas subterráneas, sus propias sangres se conectaban y fluían en un solo e indivisible cuerpo cósmico.
Una bandada de palomas lo distrajo con su tono gris plomizo sobre el acero del cielo. Ese cielo siempre tan avaro del sol, tan distinto a los cielos azules que la contemplaban a ella. Se perdió en las visiones de la piel mate contrastando con el largo pelo rubio.
Los graznidos de las gaviotas alertaron sus sentidos y lo golpeó la realidad de la cercanía del mar. Olor a sal, lamento eterno de las olas…canto de sirenas de un océano demasiado enamorado de los tsunamis, esas líquidas barreras asesinas que deshacían vidas e ilusiones a su paso.
Su pensamiento voló hasta el otro lado del continente; el océano que a ella le pertenecía era más calmo, tal vez, un poco más cálido. Un océano de amaneceres, de un astro que buscaba morir en las costas donde le gustaba sentarse a contemplar los atardeceres. Pero ella era mujer de río. La escuchaba embelesado cuando le contaba historias de la sierpe marrón que rodeaba su ciudad. Lampalagua dormida que abrazaba islas para él desconocidas. Río de barrancas y de playas  amarillas. Ella era semejante a  la arena cálida, besada por la corriente que se deslizaba mansamente hacia su destino de mar. En cambio, su costa era roca y un estallar perpetuo, como su alma.
Un golpe de viento se enredó en sus cabellos…y tuvo ganas de reir a carcajadas, con esa alegría contagiosa que la risa de ella le había regalado. Antes de los tiempos compartidos, su ceño se mantenía en un gesto cerrado que le daba a su rostro una expresión de enojo. También su propia madre le reprochaba ese entrecejo fruncido pero sólo ella pudo deshacerlo con la caricia de sus dedos. Sonrió con dolor. ¡Hacía tanto tiempo que sepultara los días de la dicha!
Apretó contra el pecho el libro que mantenía en su mano izquierda; un libro igual al que le había dedicado; su primer libro, el que, definitivamente, lo consagraba como escritor. La orilla de la pequeña playa se acercaba mientras iba orillando sus recuerdos. Casi sin sentirlo, sus pies entraron en contacto con la frialdad del agua. La espuma iba y venía besándolos mientras avanzaba decidido hacia el vientre abismal de las aguas. Un nuevo soplo de la brisa le rozó la cara…y la escuchó decirle… “Cada vez que el aire te acaricie, soy yo besándote, mi cielo.”
¿Cuántas veces se lo había repetido?
¿Cuántas caricias del viento había ignorado, desperdiciado?
¡Cuántos besos del aire había perdido!
¡Cuánta cobardía almacenada le había impedido conservar el amor verdadero!
¡En cuánta hipocresía de amor  había silenciado las palabras que debieron ser para ella! Amo la vida y no las palabras, le había espetado un día, mientras ella le respondía suavemente, yo amo la vida y amo las palabras…
El agua le superaba las piernas, cuando el abrazo de una ola lo hizo trastabillar, envolviéndolo, mientras lo despojaba  de los recuerdos.
Solo, su libro quedó flotando a la deriva, yendo y viniendo al empuje del oleaje, en una cópula de amor interminable con la playa solitaria.

Se despertó repentinamente, asustada por esa sensación de ahogo que le impedía respirar. Algo, como una espesa marea de recuerdos, la envolvía, la golpeaba, la obligaba a abrazar su propia humanidad palpitante.
Fulminante, como rayo que cae en la tormenta, su pensamiento concretizó el rostro amado. Podía tocarlo con las manos, delinear su boca, cerrar delicadamente los ojos con la ardiente yema de sus dedos.
Se levantó por instinto y sus pies, con voluntad propia, la llevaron hasta el estante de la biblioteca donde  el libro que él le dedicara dormía orillando sus recuerdos. Lo tomó entre sus manos, posó sus labios en la tapa desde donde el viejo puente a cal y canto la observaba y, con lágrimas que se independizaron de sus ojos, leyó, una vez más, la dedicatoria:
“A mi amada………., el gran amor de mi vida, este testimonio de infinito afecto; en él va mi alma para unirse con la suya. Suyo eternamente………”
Poco a poco, lentamente, se fue deslizando hacia el suelo; apoyando su espalda en el abrigo de los estantes, abrazó sus piernas, recostó la cabeza sobre las rodillas y lloró un mar salado por el amor de su vida que no pudo ser. Mágicamente, el producto de su llanto se volatilizó en el aire y desapareció.
Después, secó su rostro con el dorso de la mano, dejó brotar una sonrisa de felicidad por ese sentimiento tan puro, tan profundo que la había redimido para siempre, se incorporó y volvió a la cotidianeidad de sus acciones, segura que ese amor que él le jurara eterno, la protegería hasta el límite de su existencia, para reencontrarlo nuevamente, más allá de la vida.

Inerte, abandonándose a la voluntad del mar inmenso, envuelto por el juego de las olas que lo llevaban y traían como a un pelele, sentía cómo la vida se le iba cuando, por un milagro inexplicable, salida no supo jamás  de dónde, una ola diferente de las otras, con el extraño y dulce sabor salobre de las lágrimas, lo contuvo entre sus ondas y lo fue depositando amorosamente en la playa. Tosió bruscamente un buen rato y se quedó muy quieto, dejando que un sol tibio lo arropara.  Después, se incorporó cansinamente y con pasos desiguales e inestables retomó el camino de su casa, canturreando al cielo una promesa de amor sin límites que lo acompañaría hasta  el fin de su existencia, seguro de que la reencontraría para siempre  más allá de la muerte.

Haydée Norma Podestá
Rosario, 12 de marzo de 2011
Santa Fe, Argentina

5 comentarios:

Haydée Norma Podestá dijo...

Comentarios en "Publimentar 1" xavier dijo...
Querida mujer que llenas en forma de letras volúmenes sedientos de amor y magia, este relato es creador de fe en la permanencia del amor.
Lo releo y siento el sabor salino que destila mezclado en el agua mansa de la amada. ¡Lo siento, me estremecí!

20 de marzo de 2011 16:16

Haydée Norma Podestá dijo...

Beatriz dijo...
Haydée, querida amiga, me has sorprendido con este relato que tiene una fuerza mansa como la ola que lo depositó en la playa. Es de un contenido maravilloso de fe y esperanza, de valor a la vida. Tienes talento para este género literario, que no es nada fácil. Un beso y mis felicitaciones por tu trabajo,muy logrado.

20 de marzo de 2011 18:25

Haydée Norma Podestá dijo...

Pablo dijo...
Aunque soy más dado a la poesía, este escrito me ha dejado muy buen gusto en el paladar literario, siento que hay algo muy bueno en ti, lo sé, y así lo afirmo, mis felicitaciones

20 de marzo de 2011 21:00

Haydée Norma Podestá dijo...

Josephine Ruiz. dijo...
Querida Haydée,un relato maravilloso ,excelente e impecable escribes muy bien y te felicito me a encanto tu relato ,y el final muy lindo, gracias por compartir tanta belleza ,un besito.

21 de marzo de 2011 12:18

Sergio A. Amaya Santamaría dijo...

Querida Haydée, tienes una gran calidad como cuentista, te felicito. Este es realmente espléndido. Besos