Me levanto a las seis de la mañana. Debo concurrir a una de
las escuelas secundarias donde estoy desarrollando el curso “Educar para un
mundo mejor”.
Como soy una de las personas inundadas (en Rosario) del 19
de diciembre de 2012, recién hace tres semanas que pude comprar el calefactor
que se me arruinó con la inundación…pero…aún no tuve tiempo de llamar al
gasista que me lo debe cambiar; demasiados compromisos que me tienen fuera de
mi casa y, sinceramente, para atender a quien debe hacer el trabajo debo estar
en ella por lo menos una mañana entera. Eso significa que la casa está helada y
que antes de lavarme la cara debo prender el horno de la cocina, elemento
sustituto del calefactor y también enchufar el caloventor para no morirme de
frío. A esta hora hace una temperatura de 0º con una sensación térmica de -4º.
Confieso que tenía ganas de remolonear, de no ir hasta la
escuela. Especulaba con que hoy se haría el acto por la bandera, que quizá los
chicos entrarían más tarde…mas como me había comprometido todos los miércoles
en el primer módulo de clase, pudo más mi responsabilidad (¿estúpida
responsabilidad en un mundo cada vez más irresponsable?) y me fui vistiendo,
tomando mis pastillas, desayunando, atendiendo a mi perro, controlando que
estuviera todo el material de clase en el portafolios y, a partir de las siete
y cuarto hasta las siete y media, intentando comunicarme con la escuela con la
débil esperanza de que una voz me informara de que no había clase desde tan
temprano.
¿Nunca necesitaron comunicarse con urgencia con alguna
institución? Entonces ya sabrán que esa comunicación es imposible. En mi caso
el teléfono estaba permanentemente conectado a un contestador que me remitía a
un número particular.
Responsablemente, me puse mi boina de lana, me emponché lo
más que pude, cargué el portafolios en el auto y salí para la escuela en
cuestión, dándome cuenta de que me había olvidado la bufanda pero sin tiempo de
volver a buscarla debido al horario demasiado justo para llegar a ella.
Las calles aún se iluminaban con sus faroles y los vehículos
que circulaban a esa hora estaban tan malhumorados como el mío por el apuro de
sus conductores, los baches, las pérdidas de agua en el pavimento, los
corralitos, las luces altas, los semáforos, los ómnibus que se creen dueños de
los espacios mínimos en las arterias con mejorado y zanjas…todo eso en el
recorrido de quince cuadras que me separaban de mi objetivo.
Llego…¡Ah, la visión de la escuela iluminada, promesa de
calor en esa mañana que acusaba -2º y
una sensación térmica de -6º,pues cerca de la salida del sol, no sé por qué,
siempre descienden las temperaturas!
¡Ah…la visión de los salones con bancos desocupados, de las
rejas cerradas (aún las que permiten entrar al estacionamiento) y de un grupo
indefinido de personas amontonados contra la puerta de ingreso!
Dejo el auto en la calle, no bajo el portafolios por las
dudas de algún robo, y casi corro hasta la puerta del establecimiento
intentando abrir el portón. Detrás de una bufanda, unos ojos me dicen -¿o fue
una voz escondida debajo de los ojos?- que entre por la otra puerta. Me resigno
a ser sólo una pasajera de la calle y le pregunto, entre los barrotes, a la voz
si los chicos ingresan más tarde por el acto. Me responde que el acto fue ayer
y que hoy los chicos no vienen porque hay una jornada. Me guardo las ganas de
soltar un buen insulto, viendo a ese grupo de docentes que llegaron temprano y
que deben esperar en el frío del amanecer, parados, soplándose las manos, a que
se cumpla rigurosamente el horario de entrada de la jornada, 8 hs de la mañana,
para que algún portero abra las puertas y puedan entrar al calor de la escuela.
Después de todo, yo me volvía a casa, a tomarme un café y a
descargar mi bronca en estas líneas antes de salir otra vez al frío de un
invierno que nos jaquea entre altas y bajas temperaturas, según el humor de ese
día.
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