Mi padre nunca quiso dejar la casa paterna. Se negaba a abandonar esa casona inmensa, edificada por su madre según los planos de la que ella había vivido en Milán.
Amaba el jardín cuyos senderos se hallaban primitivamente cubiertos de pedregullo rojo rodeando canteros de rosales y jazmines.
Los hijos crecimos y nos fuimos buscando nuevos horizontes. Mamá se fue apagando poco a poco y él quedó con la única compañía de la suya, anciana venerable y longeva.
La casa y el jardín envejecieron con ellos. Hasta que mi abuela también lo dejó una terrible noche de tormenta. Aún recuerdo la desesperación con que me llamó para darme la noticia; la angustia quebraba su voz. La abuela había muerto en sus brazos repentinamente, sin darle tiempo a pedir ayuda.
Llegué a la casa en medio del viento y la lluvia. Los añosos árboles inclinaban sus ramas sobre el sendero como intentando evitar mi arribo. Sentí un escalofrío ante la enorme puerta de hierro forjado que se abría al inmenso vestíbulo de los juegos de nuestra infancia.
Después llegaron mis hermanos, se hicieron los trámites del velatorio y entre el llanto de algunos parientes y la indiferencia disfrazada de condolencia de los vecinos, el cuerpo de mi abuela fue enterrado en el nicho familiar donde el olvido de todos era compensado por las flores que le llevaba su hijo.
Mi padre se encerró en su habitación atendido por una mujer de confianza y poco a poco se fue apagando acompañado en su deterioro por la maraña del jardín y la incipiente decrepitud de la casa. De nada sirvieron nuestros esfuerzos para que viviera con alguno de sus hijos o en un lugar más pequeño y confortable.
Hasta que un día también él murió y se repitieron todas las escenas de todos los velorios.
Para enterrarlo nos dijeron en la funeraria que debían reducirse los restos de su madre. Desagradable trámite en el cual me tocó estar presente junto a mis hermanos. Para nuestra gran sorpresa, al abrir el féretro…faltaba el cuerpo de nuestra abuela. Sorpresa inexplicable. Conjeturas. ¿Qué había pasado con su cadáver? Pero urgía enterrar a nuestro progenitor, así que las averiguaciones pasaron a un segundo plano.
ella dejaba el dormitorio, cruzaba el inmenso vestíbulo, abría la enorme puerta de hierro forjado y salía de la casa volviendo al mundo exterior para continuar viviendo mi propia existencia.
Entonces, en mi prisión de papel, comprendí por qué el cuerpo de mi abuela no estaba en su tumba.
Haydée Norma Podestá
Fisherton, 30 de mayo de 2021.